Todos buscamos el amor inmortal, la fama inmortal, la belleza inmortal; en definitiva, una vida que no tenga fecha de caducidad. Pero quizás en el momento en que nos propusieran tener otra vida después de esta con la persona amada nos sorprendríamos rechazando la idea; quizás el reconocimiento no sea tan espléndido, porque la persona no descansaría nunca en paz y su vida siempre estaría expuesta a ojos ajenos que la manipularían a su antojo; quizás la belleza no tenga tanta importancia como creemos ya que es el pasaporte para relacionarnos con los demás y a veces ni nosotros mismos nos reconocemos en el espejo; quizás hay que comenzar de nuevo siempre, reinventarnos continuamente (aunque eso signifique morir).
Perseguir la inmortalidad fervientemente nos convierte en depredadores y en infelices. Viendo la serie True Blood (mucho más compleja que la película Crepúsculo) , uno se da cuenta de ello, de este binomio mortal-inmortal. Los mortales (los humanos) buscan desesperadamente la sangre de los vampiros, que supone un chute de adrenalina para ellos; V es la nueva droga. Y para conseguirla están dispuestos a cometer atrocidades. Los humanos desprecian y marginan el colectivo vampírico, quizás celosos de su condición de inmortales y de sus sentidos afilados, y aún así están obsesionados en beber su sangre para ser como ellos, aunque sea sólo durante unas intensas horas. Infelices humanos en la búsqueda del carpe diem al no poder conseguir la inmortalidad. Y los inmortales a su vez tienen que lidiar con sus limitaciones, porque son medio humanos y medio monstruos. Y ellos también son depredadores, deseosos de los vírgenes y apetecibles humanos, quizás celosos de su mortalidad.
Fotografía: Matthew Simon
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