
Está siendo un vuelo plácido, con una luz tenue pero cálida, con la sensación de estar navegando a través de un mar tranquilo. Todo parece un sueño. Y sobre todo porque nos dirigimos hacia adelante, con rumbo fijo. Soñamos despiertos con el amor, y nos rendimos a él recordando instantes que nos agitan, nos conmueven, nos excitan. Al cerrar los ojos, el cielo se llena de nubes y se tiñe de negro, y los buenos recuerdos se modifican. Lo malo (todo lo que nos disgusta, nos aturde, nos reduce a un ser insignificante) cubre nuestra mente. Vemos todo lo que no queremos ver. Y se hacen presentes la culpa, los celos, la inseguridad. El cuerpo se entumece. El avión se balancea a causa de las turbulencias, a una altura escalofriante, pero apenas lo notamos. Aunque, eso sí, los oídos duelen y nos provocan un dolor de cabeza insoportable. Después del eterno delirio, abrimos con dificultad los ojos, sin saber qué es verdad y qué no. El avión está aterrizando y sentimos el consuelo de que pronto tocaremos tierra ya. Una vez las ruedas empiezan a rozar el suelo, el olvido se apodera de todo lo bueno y lo malo. Por suerte, nos encontramos en una pista, preparados para volar de nuevo...o no.
* pàg.67, El lector
Fotografía: Zaragozando
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